La lujuria en mí

                                          La lujuria en mí

Tenía tan solo 17 años. Para algunos ya era grande, pero para mí, todavía no crecía. Tenía tan solo 17 años y nunca había tomado una decisión que marque mi camino. Mis viejos siempre me dijeron lo que estaba bien y lo que estaba mal. Para mí era más cómodo. No parecía importarme. Más tarde, descubriría que con tan solo 17 años no viví ni uno donde realice mis propios aciertos y mis propios errores.

En ese momento, me encontraba en la última etapa del colegio. Mi vida necesitaba un cambio y, una vez más, mis padres estaban decidiendo por mí. Cuando cumpliera los 18 entraría al seminario. La idea no me parecía mala, pero tampoco me entusiasmaba. Yo quería alejarme de mis compañeros que consideraba pervertidos en esa época. Hasta ese entonces, nunca me había masturbado. Ni siquiera me permitía tener una fantasía con una mujer. Eso era pecado.

Una vez dentro del Seminario, las cosas se tornaron más calmas. Mis compañeros pensaban como yo. Pero ahora y, con más esfuerzo, debía cumplir absolutamente todo lo que me decían. Miraba con total rechazo cualquier tipo de acto impuro que se me presentara.

Tiempo más tarde, comencé a tener problemas por la noche. En el día no importaba, ya que nos mantenían como máquinas programadas. Pero a la noche no había nadie que controle ni mis pensamientos ni mis sueños. Fue ahí cuando comencé a tener sueños eróticos con una mujer que no conocía. Tampoco podía verle la cara. Ese demonio para mí, que en mis sueños se representaba como una diosa, me invitaba a nadar en el placer de su cuerpo. Cuando me despertaba, lo hacía mojado. Me sentía un miserable. No podía cerrar un ojo en todo lo que restaba de la noche. Tan solo me sentía lleno de tristeza, de dolor, totalmente avergonzado, con culpa y, sobretodo, vacío.

Acerca de esos sueños que yo tenía no podía conversar con nadie. Ninguno parecía estar en la misma situación que yo. Prefería mantenerlo para mí. Pero ¿por qué a mí? Yo, que rezaba todo el tiempo, que me mantenía encerrado en la casa de Dios para, así, el día de mañana luchar contra el demonio de los demás. ¿Acaso tenía que conocerlo para poder deshacerme por completo de él? No estaba entendiendo nada. Siempre crecí en los límites de la pureza.

Un año más tarde, conocí a Mariana. Una de las tantas jóvenes que entraban al seminario una vez por semana a lavarnos la ropa. Tenía la sonrisa más grande y los dientes más blancos que jamás había visto. Sus rizos dorados eran acariciados por el aire cada vez que ella caminaba. Tenía un perfume muy particular. Un aroma que me hacía sentir en el paraíso. Parecía una princesa perfecta sacada del cuento más perfecto. Cada vez que hablaba de ella, mis compañeros se miraban entre ellos con asombro. Me hacían sentir como un desequilibrado. Incluso, los directivos me prohibieron hablar de ella.

En una de mis noches de insomnio, Mariana entró a mi habitación. Yo quedé totalmente paralizado. No podía creer lo que estaba sucediendo y me sentí en el mismo infierno. De repente, Mariana me besó. Sentí como si todo alrededor mío se quemara. Desperté. Estaba mojado nuevamente. Mariana nunca había estado en mi habitación. Ni siquiera existía. Por lo menos, nunca hubo jóvenes femeninas que laven nuestra ropa. Comencé a entenderlo todo. Comprendí las miradas de mis compañeros y el enojo de las autoridades.

En ese momento, decidí dejar el seminario. Me estaba volviendo loco. Me sentía más miserable que nunca. Ella, fue mi primer decisión. Ella, la razón de mi insomnio. Ella, mi sensación de culpa. Ella, una locura. Ella, la lujuria en mí.

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